Se cumplen 18 años, casi dos décadas ya, desde que José Luis Rodríguez Zapatero aprobase aquella ley por la igualdad, en cuyo apartado 11 del artículo 14 recogía la necesidad de implantar «un lenguaje no sexista en el ámbito administrativo y su fomento en la totalidad de las relaciones sociales, culturales y artísticas». La ley, por otro lado, sensata y avanzada, estaba hecha para el Congreso de entonces, una cámara tranquila y sosegada, reflejo de una sociedad, aquella que se había criado al calor de la Transición, tremendamente responsable y sensata. Apenas un lustro después, acuciada por la corrupción de los gobernantes y la incipiente crisis económica, España se echó a la calle. Lo que en un primer momento resultó un movimiento decente y orgulloso acabó derivando en esa historia llamada 15-M, y lo que es peor, en una nueva tendencia política moralmente paternalista que vino, supuestamente, a regenerar la política, y que no quiero centrar en ningún partido porque inevitablemente afectó a todos los de entonces y a los que estaban por venir.
Desde ese paternalismo, empeñado en susurrar al oído del ciudadano lo que está bien y lo que está mal, los nuevos partidos se han sentido éticamente legitimados para tratarnos como idiotas: desde el ecologismo a la corrupción pasando por la censura, cualquier tema tratado hoy en el Congreso de los Diputados está destinado a ser pronunciado en términos condescendientes hacia quienes pagamos su salario. Con la perspectiva de los años podemos afirmar que más que regeneración fue una degeneración infame. Y quizás el tema que más ha hecho degenerar esta clase política con desconocimiento, pero a la vez con una buena dosis de moral arrogante, es el del lenguaje. Tipos que apenas saben escribir un párrafo sin enredarse en las barbas de la sintaxis vienen aquí a explicar a expertos lingüistas lo que ellos piensan sin haberlo estudiado: que el lenguaje es machista. Y lo que es peor, no sólo les imponen este axioma a los expertos, sino también a la ciudadanía, tranquila como estaba con sus géneros neutros, sus inocentes adjetivos y su comunicación libre de moralinas.
«La RAE ha reaccionado con un comunicado: tienen señores políticos ‘el deseo implícito de acrecentar la distancia entre el universo oficial y el mundo real’»
Han pasado, como decía al principio, casi dos décadas desde que se redactara aquella ley, pero ocurre que no han sido dos décadas cualesquiera. Al albur de este movimiento político catastróficamente sísmico, se ha aprobado en el Congreso un texto llamado «Recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje en la Administración parlamentaria». Por supuesto, está plagado de las patochadas de siempre, que me ahorro reproducir de nuevo. Pero sobre todo no se libra de ese aroma paternalista que tanto intento criticar: usted es un machista porque utiliza el pronombre «nosotros» en lugar de desdoblarlo, como marca el nuevo canon inventado, en «nosotros y nosotras». La Real Academia Española ha reaccionado con un comunicado donde deja una frase que me parece maravillosa: tienen ustedes, señores políticos, «el deseo implícito de acrecentar la distancia entre el universo oficial y el mundo real».
Es absolutamente cierto. Estos veinte años han servido para que se nos bombardee con esa especie de machismo pertinaz, que rema y rema para hacernos creer que todos somos merecedores del adjetivo «machista». Pero ocurre que, con toda la probabilidad, la sociedad -más allá de cuatro exaltados-, como lo era aquella veinte años antes, es infinitamente más responsable que esta panda de catetos, y seguirá utilizando su herramienta comunicativa de manera tácita, sin atender a juicios morales ni a los aquelarres semánticos infundados. Disfrute de su lengua, querido lector, que para eso es suya.